El Códice de Dresde es uno de los tres manuscritos jeroglíficos mayas cuya autenticidad nadie ha puesto en duda. Los otros dos son los códices de Madrid y de París. Se trata de un libro plegado de papel amate (Ficus cotinifolia), aunque cada hoja está cubierta con una capa delgada de cal o estuco que servía para darles tersura. En los textos jeroglíficos mayas el nombre de dicho tipo de papel, de los códices mismos y de la deidad que habitaba en el interior de tales objetos era hu’un.
El hu’un o códice que nos ocupa tiene 39 hojas, la mayoría de las cuales están escritas y pintadas por ambos lados. Cada hoja tiene 20.4 centímetros de alto por 9 de ancho, dando un total de 3.50 metros de largo cuando está extendido. Actualmente se resguarda en la Biblioteca del Estado de Sajonia, en la ciudad de Dresde, Alemania.
El Códice de Dresde es una compilación de complejos almanaques adivinatorios, tablas astronómicas, calendáricas y numéricas, cuyo fin último es la pronosticación del futuro en el marco de un orden sagrado que fue instituido desde los tiempos míticos arcanos, sin dejar de lado importante información ritual. El fundamento tanto de los augurios como de las ceremonias religiosas son los mitos cosmogónicos. Sus contenidos son variados, pues incluye vaticinios para diversos aspectos de la vida cotidiana de los campesinos, para los ciclos de Venus, de la Luna y de los eclipses, para los k’atuunes o periodos de 20 años de 360 días cada uno, para la lluvia, la sequía, los ritos de año nuevo, la ceremonias agrícolas de los “quemadores” y posiblemente para los movimientos del planeta Marte, proporcionando información valiosa sobre los mitos y los atributos de los dioses, mucha de la cual no se encuentra en otros documentos mayas.
Las secciones o “capítulos” en los que está dividido el códice casi siempre pertenecen a dos categorías diferentes: los almanaques y las tablas. Los primeros consisten en iconotextos (t’o’ol) donde cada frase e imagen corresponde a determinadas fechas del tzolk’iin o calendario adivinatorio de 260 días. La mayoría de los almanaques corresponden a un solo ciclo de 260 días, pero existen algunos que abarcan dos (520 días), tres (780 días) o más de esos ciclos. Puesto que el tzolk’iin es una cuenta cíclica que se repite cada 260 días, la idea que prevalece entre los mayistas es que los almanaques no se pueden ubicar en el tiempo lineal, pues se trata de instrumentos predictivos que pueden servir en cualquier momento histórico. No obstante, los esposos Bricker (2011) han intentado sostener que no es así.
Por lo que se refiere a las tablas, éstas sí contienen fechas de Cuenta Larga que corresponden a posiciones específicas de tiempos histórico o lineal, según lo concebimos los hombres de la cultura occidental. Cada tabla contiene un “prefacio”, que arranca con un número de anillo, mismo que debe restarse a la fecha era o de creación del mundo según los mayas: 13 de agosto de 3114 a.C. en el calendario gregoriano. A través de dicha sustracción se alcanza una fecha del pasado mítico, conocida como fecha base de la tabla, a la que casi siempre corresponde un texto jeroglífico de carácter mítico, que al mismo tiempo sintetiza temas que más adelante se detallarán en la tabla. Un número de distancia negro, expresado a través del sistema de la Cuenta Larga, conduce desde esa fecha base de carácter mítico, hasta algún momento del periodo Clásico maya (300-900 d.C.) cuyo día del tzolk’iin es idéntico al de la fecha mítica base. Luego de semejante “prefacio” cada tabla contiene una serie de múltiplos que arrancan desde la fecha base, mismos que por lo general ascienden de derecha a izquierda y de abajo hacia arriba. Algunas veces esta sección de múltiplos contiene sugerencias numéricas para corregir la tabla, recuperando la precisión astronómica en la misma fecha sagrada o base del tzolk’iin. Entre los propósitos evidentes de esos múltiplos está el de poder reutilizar la tabla en distintos momentos de la historia. Luego del “prefacio” y de esta sección de múltiplos, la tercera parte de las tablas ya corresponde a los augurios o pronósticos en fechas específicas del tzolk’iin, pero conmensurando este último ciclo con el del astro o fenómeno celeste que es el tema de la tabla. Muchas veces estos ciclos también se conmensuran con el año vago de 365 días. En esta tercera sección de las tablas suelen aparecer viñetas iconográficas que generalmente corresponden a cada texto jeroglífico, dando lugar a verdaderos t’o’ol o iconotextos.
Es preciso mencionar que aunque la mayoría de los “capítulos” del códice son almanaques o tablas, existen secciones especiales que no encajan sensu stricto con ninguna de estas dos categorías, como por ejemplo las páginas de año nuevo (pp. 25-28 del códice), que contienen información ritual que pertinente en los días del año viejo y nuevo que se celebraban cada 365 días. No debemos perder de vista que a cada rito corresponde un pronóstico o augurio, y que el fundamento de los ritos siempre son los mitos cosmogónicos.
La brevedad del espacio exige sacrificar algunos aspectos del códice a lo largo del comentario. Por ejemplo, a cada uno los textos augurales de los almanaques les corresponden por lo menos cuatro o cinco fechas posibles, pero en esta edición preferimos darle importancia a la lectura fonética del texto jeroglífico, tomando en cuenta los avances de la epigrafía, en vez de detallar los elementos calendáricos, que el lector podrá consultar por ejemplo en el comentario de Thompson (1972; 1988). Lo anterior obedece a que la interpretación de los ingredientes cronológicos no ha cambiado radicalmente desde hace décadas; no así las lecturas fonéticas de los jeroglíficos, que siempre es necesario actualizar.
Tomemos por ejemplo el almanaque que aparece en la página 19b. En vez de decir que al enunciado yat[aa]l Ixik Uh, Sak Ixik, ox wi’[il], el pago de Ixik Uh, Sak Ixik, es mucha comida’, le corresponden indistintamente las fechas < 10 ik, 10 hix, 10 cimi, 10 edznab> y <10 oc>, y que 29 días después tenemos frase yat[aa]l Ixik Uh, Sak Ixik, cham[a]l, ‘el pago de Ixik Uh, Sak Ixik, es mortandad’, a la que le corresponden las posibles fechas <13 chuen, 13 akbal, 13 men, 13 manik> y <13 cauac>, sólo describo por falta de espacio los signos de la primera columna de días y señalo de forma general que existen determinados números de distancia de color negro que conducen a fechas con coeficientes de tales números rojos.
Tampoco detalla con exhaustividad los ricos elementos de la escena. Ello se debe a la falta de espacio. Tan sólo me detengo sobre esos puntos cuando así lo considere pertinente. En lo que atañe a las lecturas de los jeroglíficos tan sólo proporcionaré la transcripción (con cursivas) y no la transliteración (con negrillas). Esto es, intentando “representar de una forma lo más apropiada posible la pronunciación del original”, en vez de preocuparme porque “exista una correspondencia de ‘uno a uno’ entre los signos o grupos de signos utilizados”. Por ejemplo, [bu]-lu-ku representa la transliteración, que rara vez voy a hacer en este comentario. Pero buluk sería la trancripción. Su traducción es ‘once’. Los corchetes [] siempre representan elementos restituidos por mí, que no están escritos en original, o que se han perdido. Mientras que las palabras que escriba entre corchetes angulares <> significa que están en ortografía tradicional o de la época colonial. Prefería dejar en ortografía virreinal los nombres de los días del calendario, a causa de que no sabemos aún con precisión cómo debemos modernizar las vocales. Cuando a una lectura o traducción le agregue un signo de interrogación entre paréntesis, por ejemplo Ahan(?), significa que es una opción viable de acuerdo con nuestros datos actuales, pero su desciframiento no está plenamente comprobado.
En este trabajo grafema, grafía, jeroglífico o signo se usan como sinónimos entre sí. Denotan la unidad mínima del sistema de escritura maya (lo que muchos autores llaman glifos). Éstas unidades mínimas pueden ser principalmente de dos clases: logogramas: cuando representan una palabra completa, por ejemplo AJAW, ‘señor’; o silabogramas, cuando sólo expresan sonidos silábicos sin significado, por ejemplo pe. Alógrafo significa la variante gráfica de un mismo signo, como sucede con nuestra “A” y con nuestra “a”, que tienen el mismo valor de lectura entre ellas, a pesar de ser grafías muy diferentes. De vez en cuando nombro a los grafemas por medio de las claves alfanuméricas del catálogo de jeroglíficos mayas de Thompson (1962): por ejemplo el T510 (logograma EK’, ‘estrella’) o el T1 (silabograma u).
En su estudio de 2012, Nikolai Grube habló sobre los escribas que elaboraron el códice e identificó a seis de ellos. A continuación se presenta una lista de los escribas (1 al 6) a los que se le atribuye la elaboración de cada sección (almanaques y tablas).
Escriba 1 (pp. 1-2)
Almanaques misceláneos, serie I.
Escriba 2 (pp. 3-23)
1.- Almanaques misceláneos, serie II (pp. 3-15).
2.- Almanaques de la diosa lunar (pp. 16-23c).
3.- Almanaques misceláneos, serie III (pp. 22a-23b).
Escriba 3, el escriba principal (pp. 24, 46-64, 29, 30bc-35bc, 36-41,
42ab-45ab, 65-74)
1.- Tabla del planeta Venus (pp. 24, 46-50).
2.- La tabla de eclipses solares (pp. 51-58).
3-. La tabla de múltiplos de 78 (pp. 58-59).
4.- Profecías del k’atuun 11 ajaw (p. 60).
5.- Números de serpiente y almanaques de 7 x 260 (pp. 61-73).
5a.- Tabla de las estaciones (pp. 61-69).
5b.- Tabla del agua (pp. 69-74).
Escriba 4 (pp. 25-28)
Ceremonias de año nuevo (pp. 25-28).
De vuelta al escriba 3 (pp. 24, 46-63, 29, 30bc-35bc, 36-41, 42ab-45ab, 65-74)
6.- Almanaques de los campesinos (pp. 29-30bc-35bc, 36bc-39bc, 40-41, 42ab, 43a-44a).
7.- Tabla de multiplicar y tabla de Marte (pp. 43b-45b).
8.- Múltlipos de 364 (p. 45a).
Escriba 5 (pp. 30a-35a)
1. Almanaque inusual (pp. 30a-31a).
2. Múltiplos de 91 y 364 días (pp. 31a-35a).
De nuevo el escriba 3 (pp. 24, 46-63, 29, 30bc-35bc, 36-41, 42ab-45ab, 65-74)
9. Continuación de los múltiplos de 91 y 364 días (pp. 36a-39a).
Escriba 6 (42c-45c)
Tabla de los días ajtóok o ‘quemadores’.
Dr. Érik Velásquez García.
El siglo XIX trastocó en muchos sentidos al mundo entero. Fue una época de revoluciones políticas e industriales, donde los cansados imperios europeos se desmoronaban frente a los férreos partidarios de las repúblicas que, con miras a un futuro alentador, luchaban por construir la cimentación que habría de soportar su ideología política y económica. Pero otros hubo que paradójicamente buscaron ese futuro escarbando en el pasado en un intento de comprender a las antiguas civilizaciones que les precedieron en tiempo y espacio. Así fue como la Hélade, Egipto y los países árabes se convirtieron en los lugares más visitados por turistas, aventureros, arqueólogos y exploradores; cuyas andanzas y descubrimientos nos legaron en forma de diarios de viajero, de informes arqueológicos y un sinfín de “vistas”, es decir: dibujos, grabados, litografías o fotografías que inmortalizaron las milenarias ruinas que visitaban.
Esta fiebre de descubrimientos alcanzó también a las culturas prehispánicas desarrolladas en Mesoamérica, especialmente a las de habla náhuatl y maya. Desde el siglo XVIII ya existían algunos acercamientos hacia las primeras, como los realizados por Lorenzo Boturini Benaduci en su Idea de una nueva historia de América Septentrional, Francisco Xavier Clavijero con su Historia Antigua de México y por Antonio de León y Gama en la Descripción histórica y cronológica de las dos piedras; tres preclaros intentos de comprensión del pasado indígena mexicano. Por el contrario, el siglo XIX fue la época de los grandes descubrimientos mayas. Al igual que como pasó en el desierto de Egipto, viajeros y exploradores de distintas partes del mundo se sintieron atraídos por los vestigios arqueológicos localizados en el enigmático sureste mexicano y en Centroamérica. La cultura maya renacía ante el mundo. Grandes figuras como Frédérick Waldeck, Frederick Catherwood y Désiré de Charnay seguramente quedaron deslumbrados cuando la selva se abrió y permitió admirar los templos, monumentos y estelas erigidos en lugares como Palenque, Yaxchilan o Tikal. Quizá la misma sorpresa inundó a Charles Étienne Brasseur de Bourbourg, cuando ante él cobraron vida las voces dormidas que aguardaban en los antiguos manuscritos mayas que él mismo descubrió.
Un considerable número de esas construcciones, vasijas y algunos otros objetos de uso cotidiano, estaban revestidos de extrañas pinturas e inscripciones, que no pocos interpretaron como la “prueba definitiva” de un supuesto contacto entre los focos civilizatorios del viejo continente con los pueblos mesoamericanos. Con el tiempo, finalmente se descubrió que aquellas inscripciones eran el más complejo sistema de escritura que se hubiera desarrollado en América. A través de él los mayas habían registrado algunos hechos históricos y proezas realizadas por sus gobernantes, así como un complejo sistema de creencias que regía todos los ámbitos de su vida cotidiana.
Esta antigua sociedad no solo utilizó la dureza de las piedras para comunicar sus intereses religiosos y políticos; también conoció el arte de “escribir pintando”. Los libros o códices mayas fueron confeccionados por los ah tz’ ib o escribanos mayas; quienes se valieron de largas tiras de amate que plegaban una tras otra a manera de biombo y que luego cubrían con una fina capa de cal, creando así una superficie adecuada para registrar con colores negro, rojo, azul, amarillo y ocre diversos temas de su interés y necesidad. Lamentablemente ninguno de los códices que nos llegaron contiene información de índole histórica o económica, aunque no hay duda que hubo documentos con ambos tópicos.
Tres son los códices mayas que pervivieron hasta nuestros días sorteando todo tipo de avatares, como las extremas condiciones climáticas propias del sureste mexicano o el desatinado auto de fe promovido por el fraile franciscano Diego de Landa en 1562, donde quemó una buena cantidad de estos manuscritos. Dichos códices fueron descubiertos en distintos momentos a lo largo del siglo XVIII y en la actualidad son conocidos por el nombre de la ciudad que los resguarda: Dresde, Paris y Madrid; cabe señalar que los tres son considerados los documentos más antiguos que sobrevivieron al periodo prehispánico. Un cuarto códice se dio a conocer en 1971 y fue identificado bajo el nombre de Grolier, en honor al club del mismo nombre que organizó la exposición donde el documento fue presentado al mundo, momento a partir del cual se ha visto envuelto en controversias sobre su autenticidad.
De los cuatro, es el Códice de Dresde el que ha recibido mayor atención por parte de la comunidad académica, ya que es considerado una pieza clave en el desciframiento de la escritura maya y en la correlación de su calendario con respecto al calendario gregoriano. Hasta el momento no se ha logrado establecer su fecha de manufactura, pero algunos investigadores consideran que fue elaborado aproximadamente en el año 1250 d. C., durante el Posclásico temprano. Fue confeccionado en una larga tira de amate plegada a manera de biombo, la cual está dividida en 39 láminas de 20.4 x 9 cm, pintadas en su mayoría por ambos lados.
Pocas también son las noticias históricas sobre este códice. Sabemos que en 1739 fue entregado como un obsequio a Johann Christian Götze, director de la Biblioteca Real Pública de Dresde, quien decidió donarlo a la institución. En los años siguientes el códice fue consultado por importantes personajes como el barón Alexander von Humboldt, quien en 1813 reprodujo cinco de sus láminas dentro de su famoso libro Vues des Cordilléres et monumens des peuples indigénes de l’ Amerique y Edward King Lord Kingsborough quien lo publicó íntegramente en su monumental Antiquities of Mexico. Al ser un documento sumamente demandado, en 1836 Karl C. Falkenstein, quien a la sazón se desempeñaba como director de la biblioteca de Dresde, decidió colocar el códice entre dos cristales con la finalidad de facilitar su consulta y protegerlo de la intemperie, aunque al hacerlo desafortunadamente desfasó la secuencia de sus folios.
Cuando Ernst W. Förstemann ingresó como director a la Biblioteca de Dresde en 1865, pronto mostró gran interés por el manuscrito maya dedicándole numerosas horas de su tiempo. Casi tres décadas más tarde, en 1892, su arduo trabajo rindió frutos al publicar la que sería hasta el momento la mejor reproducción cromolitográfica del códice, la cual acompañó con una explicación sobre la forma en que funcionaba el calendario maya y su cuenta larga, así como distintos aspectos astronómicos que logró identificar. Lo anterior significó un parteaguas que revolucionó los incipientes estudios que hasta entonces se habían realizado sobre la escritura maya.
Entre 1939 y 1945 el destino marcó para siempre a nuestro documento. Durante esos años Europa se vio inmersa en un acelerado baile de sangre, donde las grandes potencias mundiales midieron su poder enfrascándose en una terrible Segunda Guerra Mundial. Durante ese sombrío periodo en la historia de la humanidad se sacrificaron no solo numerosas vidas, sino también buena parte del patrimonio histórico y cultural, que durante siglos había permanecido incólume. Al igual que otras ciudades del viejo continente, Dresde resultó seriamente lastimada por los constantes bombardeos que día y noche la asolaron. El edificio que resguardaba su biblioteca no fue la excepción y sus instalaciones se vieron afectadas por detonaciones que provocaron constantes escurrimientos de agua que dañaron considerablemente sus acervos. Lamentablemente el Códice de Dresde no resultó ileso y debido a la humedad perdió en algunas partes su información, razón por la cual poco tiempo después fue trasladado a la Biblioteca de Sajonia donde es resguardado actualmente.
Por lo que respecta al contenido, las pictografías plasmadas en el Códice de Dresde –así como las de los otros dos códices de la región- son una muestra o ejemplo de los intereses y necesidades de los sacerdotes mayas: la religión, la astronomía y el tiempo. En ese sentido y según la opinión del reconocido epigrafista Erick Velásquez este códice es [...] una compilación de complejos almanaques adivinatorios, tablas astronómicas, calendáricas y numéricas , cuyo fin último es la pronosticación del futuro en el marco de un orden sagrado, instituido desde los tiempos míticos arcanos, sin dejar de lado importante información ritual [...] además proporciona información valiosa sobre los mitos y los atributos de los dioses [...] Así de variado e interesante es el contenido de este antiguo libro mesoamericano.
Como es bien sabido, la materialidad de los códices mexicanos es sumamente susceptible a las inclemencias del tiempo, razón por la que muchos de ellos se encuentran bajo el resguardo de instituciones académicas especializadas, donde por conservación se restringe su acceso únicamente a especialistas en la materia. Lo anterior impide que estudiantes o el público en general aprecien tan importante patrimonio histórico. Si a esto agregamos el hecho de que muchos de ellos se encuentran en el extranjero, resulta prácticamente imposible observar de cerca este tipo de manuscritos. Ante este panorama el Instituto Nacional de Antropología e Historia, a través de su Biblioteca Nacional y con el apoyo del gobierno de Alemania y de su embajada en México, tiene el agrado de presentar la edición facsimilar del Códice de Dresde, tercera entrega de un proyecto de largo aliento que busca amalgamar tecnología, tradición, investigación y difusión en la publicación de códices mexicanos. Lo anterior es una muestra de los alcances que tiene el trabajo coordinado por diversas instituciones en beneficio del público interesado. Estamos seguros que esta nueva publicación del Códice de Dresde nos hará admirar, tal y como lo hicieron los antiguos investigadores que lo estudiaron por primera vez, la grandiosidad y magnificencia de las antiguas culturas de México.
Baltazar Brito Guadarrama
Director de la Biblioteca Nacional de Antropología e Historia